domingo, 3 de agosto de 2008

Sabado a la noche Tango y malbec



Historias de Rufianes y Proxenetas, Buenos Aires 1930:



Autor: Julio L. Alzogaray



Titulo Original: TRILOGÍA DE LA TRATA DE BLANCAS
(Rufianes - Policía – Municipalidad)

Extractado por Aldo Rizzi para Milonguera


"La proxeneta mayor, o sea la dueña, está ins­talada en departamento aparte, con excesivo lujo.
Una habitación, destinada a la administración “co­mer­cial”, tiene escritorio, caja de hierro, libros, pa­peles, archivos y demás accesorios, y a su car­go actúa un escribiente con obligación de man­te­nerla al día, principalmente en el renglón “ga­nan­cia” de cada mujer.
En otra habitación funciona el con­sultorio médico, con mesas para examen y buen instrumental, que es sostenido por el mismo pros­tíbulo, y las
restantes dependencias se desti­nan al privado de la dueña, con arreglo de dor­mitorio, cuarto de vestir, baño, etcétera.
El acceso a este departamento es sólo permitido a los se­ñores influyentes: comisionado o intendente municipal, diputados nacionales y políticos ami­gos.
Allí se comentan en tertulia las novedades po­líticas del día, los asuntos financieros y hasta se incuban candidaturas, como ocurrió en Mendoza, don­de los nombres de los candidatos que después triunfaron, se eligieron, antes de su proclamación, en el prostíbulo de Federico Glik"




"La organización social de los rufianes esta­blece que a la comisión directiva, corresponde intervenir en operaciones corrientes, tales como la compra venta de mujeres; indemnizaciones a los socios que por una causa u otra se quedan sin esclavas; traslados de las mismas a distintos pros­tí­bulos, multas a los remisos en el cumplimiento de sus obligaciones e abonar las cuotas-coimas, dá­divas, exacciones y beneficios.
En la actualidad, los remates de esclavas se reali­zan con tanta frecuencia como hace años, pe­ro menos aparatosamente, porque, como han pa­sado a ser operaciones sencillas, de orden común evítanse precauciones juzgadas innecesarias, des­de que no es obligación la presencia de la subas­tada.
Este requisito considérase indispensable cuando se trata de una recién importada.
Si es prostituta conocida la que se pone en venta, por causas de antemano divulgadas entre los rufianes, la suma a pagar no debe exceder los dos mil quinientos pesos.

Las indemnizaciones consisten en el pago de una cantidad obligada al rufián que acepta la mu­jer de otro para continuar explotándola
[1].
Al que se ve privado de ella por muerte, en­fer­me­dad o agotamiento, le procuran la sustitu­ta, y si no encuentran, le facilitan dinero para que vaya a Europa a conseguirla.
Si las esclavas exteriorizaban alguna protesta o no cumplen estrictamente las exigencias del ru­fián, las trasladan de un prostíbulo a otro, donde les espera un recibimiento y permanencia espan­tosos. Y a buen seguro que no le quedan ganas de rein­cidir.
Cuando por excepción, algún rufián quiere independizarse de la sociedad, debe abandonar las mujeres que explota, pues de lo contrario, el cierre del prostíbulo no tarda en llegar; y, si por no tenerlo, pretendiera obligarlas a ejercer la prostitución callejera, no faltan oficialitos policia­les que persiguen tenazmente a unos y a otras, has­ta hacerles imposible toda actividad. En resumen, contra la “grey” social constituida, nadie pue­de, y el que lo intentara, sucumbe por “contra gol­pe”,

según la locución creada por el ex Jefe de In­vestigaciones prófugo. "El rufián importador traía mujeres para vender exclusivamente: las depositaba con anticipación en casa de viejas proxenetas, donde luego se e­fec­tua­ban los remates, con la presencia de los inte­re­sados, espectadores voluntarios, autoridades, algún
juez de instrucción, quienes asistían al es­pec­táculo por “espíritu de curiosidad”.
La habitación utilizada para ese fin estaba pro­vista de un tablado, a manera de escenario, en el que aparecía la víctima, exhibiendo su desnudez. No bien corríanse lateralmente las cortinas que la o­cultaban a las miradas de los asistentes, se a­nun­ciaba el remate y entonces hombres y mujeres pre­cipitábanse sobre la infeliz, impulsados por un ac­ceso de repugnante avaricia. Palpaban la dureza de las carnes y se detenían en la conformidad ge­neral del cuerpo y de los pechos en particular, de la dentadura y del cabello. Realizado este “exa­men”, comenzaba la subasta. Formadas uno o dos ofertas, por distintos interesados, pero sin revestir nunca los aspectos de una competencia formal, adjudicábase la mercadería al mejor postor."

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